La peste de 1598. Casos (es)

    Sorapediatik
    Portada del libro esa enfermedad tan negra
    Nota: Esta entrada está copiada de un apartado del libro esa enfermedad tan negra. La peste que asoló Euskal Herria (1597-1600)[1] de José Antonio Azpiazu.


    Soraluze ha sido nombrado reiteradamente con ocasión de la postura defensiva y de aislamiento que observó Bergara con ésta y otras poblaciones afectadas por la peste, También se ha mencionado cómo el miedo al contagio aconsejaba al concejo tomar medidas preventivas, como lo hizo el año 1526, según se ha visto, cuando en las Ordenanzas se habla De la guarda de la pestilencia con la ayuda de Dios.

    Las poblaciones importantes intentaban curarse en salud contratando a médicos o cirujanos a su servicio. Soraluze manifiesta el año 1580 que al haberse quedado sin cirujano deseaba la contratación de uno nuevo[2]. Con dicha finalidad se reúnen para tomar medidas ...en la iglesia parroquial, estando reunida la mayor y más sana parte del pueblo... por fin y muerte de Juan de Churruca cirujano, los vecinos estaban sin cirujano atento a las enfermedades que pasaban y enfermos que había, y con las enfermedades agudas los vecinos acudían a Bergara, Son nombrados cuatro diputados para buscar una solución, dos de la villa y dos de los caseríos.


    Los apestados del caserío de Izaguirre

    Entre los casos de contagio que se producen en esta villa llama poderosamente la atención lo ocurrido en el pequeño círculo del caserío Izaguirre, afectado por la peste[3]. Lo sucedido en este caserío nos llega a través de la demanda de impago interpuesta el 19 de octubre de 1598 por el cirujano que atendió en tiempo de la enfermedad a los habitantes de dicho caserío. Se trata de Sebastián de Jauregui, quien había acudido a prestar sus servicios a Juan Ibáñez Izaguirre y a su hermana Ana. El cirujano se prestó a curarles y darles de comer porque otros no lo quisieron hacer, y según testimonio de dicho Jauregui, ambos sanaron de la enfermedad, aunque conocemos que al poco falleció la mujer y probablemente también el marido.

    Caserío Izarre (J.C. Astiazarán 1979)

    Se había estipulado que se le pagaran 15 reales por visita y como realizó 51 viajes al caserío, a lo que se añadían los 56 reales de medicinas suministradas, la cuenta se elevaba a 871 reales. El concierto lo hizo con el cuñado de Izaguirre, Martín Ruiz de Aguirre, y con el oficial "caxero" (fabricante de culatas) Juan de Loyola. En dicho contrato se había establecido que habían de ser los mismos enfermos quienes le abonaran los honorarios, y en su defecto el citado cuñado y el cajero.

    Detalle significativo, el principal objeto de las dos visitas diarias era que los enfermos no murieran de hambre. Las condiciones del contrato eran que les había de dar de comer de su propia mano, y previamente se le adelantaron 100 reales el día de San Antonio, 2 de septiembre de 1597. El pleito se basó en la acusación de que el cirujano no habría realizado todas las visitas que pretendía cobrar. Un testigo afirma que Sebastián cumplía con lo pactado, dándoles personalmente de comer, porque otra persona alguna no les quiso dar de comer por respecto a la peligrosa enfermedad que han tenido... porque casi ordinariamente este testigo le solía acompañar al dicho cirujano a ir a casa de Izaguirre... hasta los trece de este mes en que despidieron de la cura, esto es, porque se los consideraba curados. Una mujer informa que ella misma solía hacer y guisar su comida para los dichos Juan Ibáñez y su hermana, enfermos, y señala que el cirujano hizo las 51 curas y aún más.

    Martín Ruiz de Aguirre, quien estaba casado con una hija de dicha casa, condoliéndose de ellos, de Juan Ibáñez y Ana sus cuñados viendo el mal... rogó e importunó a Sebastián Jáuregui e hizo consenso con él de que le daría cien reales porque hiciese dos visitas a la dicha casa de Izaguirre, cada día llevándoles la comida a los dichos, acudiendo con los auxilios convenientes.

    En el pleito se informa que dicha casa de Izaguirre está muy desunida y apartada de la dicha villa de Plasencia, en distancia de cerca de una legua, por lo que tuvo que renunciar a otros aprovechamientos que tuviera en la dicha villa. El cirujano renunció, sin duda, a cuidar de otros apestados para prestar ayuda a los enfermos de Izaguirre, y con cierto éxito, puesto que el maese Sebastián cirujano acudió el último octubre puntualmente a la dicha casa con comida y cena haciendo cada día dos visitas, aplicando los auxilios y medicinas mediante los cuales están sanos los dichos Joan Ibáñez y Ana de Izaguirre.

    Abundando en los méritos ganados por Sebastián de Jauregui, se insiste en la dificultad de acceso a la citada casería de Izaguirre, que distaba media legua cuesta arriba (se dan tres versiones diferentes de la distancia), en camino muy áspero, todo cuesta arriba, y sabe que porque el dicho Sebastián a los dichos enfermos de Izaguirre no le admitían en otras casas ni dentro de la dicha villa le permitían comunicación, por lo cual dejó de acudir a otros aprovechamientos que tuviese en la dicha villa, y estuvo sólo al premio y salario de los dichos 30 reales al día.

    Según el testigo Domingo de Goenechea, de 78 años, de los nueve habitantes del caserío de Izaguirre murieron siete, además de dos enterradores que se ocuparon de sus cuerpos, mientras que Ana de Izaguirre fue retirada a la casilla de Iribe, con toda probabilidad para quedar aislada. Para afrontar los gastos provocados por los enfermos se decidió vender un buey y se comenta que con dicha venta se pagarían los gastos de los enfermos, y se ratifican los cuidados que tuvo el cirujano durante la enfermedad: le rogaron al dicho cirujano Martín Ruiz de Aguirre y Juan Ibáñez de Izaguirre que se acudieran vendiendo el dicho buey con la mitad de lo que hasta aquel día se le debía, y que echaron cuenta que 22 días montaban 60 ducados sus servicios y medicinas, y que todo el tiempo que el dicho Joan Ibáñez estuvo enfermo y encamado, él acudió haciéndoles sus dos visitas.

    Pero también hay testimonios contrarios al cirujano, al que acusan de que en ocasiones faltó en el cumplimiento de lo prometido. Por varios motivos resulta rico el testimonio de un guarda puesto por el concejo para que los enfermos no pudieran salir de su casa. Dice dicho guarda que estando este testigo en guardia en las puertas de la dicha casa de Izaguirre, que era a los últimos días que el dicho cirujano visitaba, vió que por haber bajado sin darles de cenar a los dichos enfermos, este testigo y Magdalena de Goenechea, viuda, les dieron de comer a los dichos.

    Resulta asimismo ilustrativa la noticia de que el cirujano Sebastián de Jáuregui estaba a salario con el concejo, tanto durante el tiempo de la peste como con anterioridad, y también que a consecuencia de la enfermedad contagiosa se le subió el salario, y que se ajustaron en que por visita que hiciese a los caseríos había de cobrar real y medio, e Izaguirre entraba sometido a dicho contrato.

    Disponemos del testamento que ordenó redactar el 23 de agosto de 1598 el principal implicado en el pleito, Juan Ibáñez de Izaguirre[4]. En el mismo señala que deja en la bodega de su casa de Izaguirre las dos camas de su difunta mujer María de Saloguen, ...y aunque había otras dos camas, que ella trajo, una de ellas se quemó por haberse muerto en ella la ama de casa de enfermedad contagiosa, y la otra donde murieron las criaturas de la misma enfermedad está sacada a la puerta para quemarla. Al hacer el testamento señala que teme vaya a fallecer por la enfermedad, por lo que decide que la heredera de la casa de Izaguirre y de su ganado habría de ser su hija superviviente, Francisca de Izaguirre.

    El testamento se redactó en la propia casa del enfermo, pero por lo visto se guardaron las prudenciales distancias, pues el trámite se cumple en las puertas de la casa de Izaguirre, y a la hora de firmar el documento se excusa de hacerlo por causa de su indisposición, lo que indica que tanto el escribano como los testigos se mantuvieron alejados del otorgante, debido al miedo al contagio.


    Los Saloguen: otra familia destrozada

    Los efectos de la peste sobre la salud y la vida social eran catastróficos. Pero no lo eran menos para una economía de por sí frágil y gravemente trastocada, sobre todo, por la paralización de las actividades productivas y el comercio. Los ayuntamientos se endeudaron y las economías familiares se resintieron notablemente. Aunque resulta fácil imaginar el desastroso efecto producido por una economía paralizada por la desesperación y la impotencia, no resulta sencillo rastrear los datos concretos en que se sustanciaba la calamitosa situación que, sin duda, obligó a las poblaciones afectadas a iniciar una nueva etapa marcada por una profunda crisis.

    El 5 de septiembre de 1600 era una buena fecha para la recapitulación, una vez alejado el peligro de la peste, de la sangría humana y económica que dicho contagio había supuesto a la mencionada familia de Soraluze, los Saloguen. En dicha fecha se presentó el bachiller Aseguinolaza ante el alcalde de villa, estando éste acompañado de un escribano, a los que debía rendir cuentas de la administración de los bienes del menor Pero de Saloguen, cuyos padres fallecieron en las dramáticas circunstancias que afectaron a la villa, afectados por la enfermedad contagiosa. En la ocasión se presentan llamativas cuentas que manifiestan las medidas tomadas en tiempo de crisis y que muestran los nefastos efectos que tuvo la enfermedad contagiosa en economías domésticas y, por extensión, en las de la comunidad.

    Caserío Salon (J.C. Astiazarán 1979)

    Pero Saloguen y su mujer fallecieron el año 1598, justo antes de la recolección de la cosecha. Las cuentas que se siguen tras el fallecimiento de los dueños de la casería son un ilustrativo ejemplo de la economía rural de la época. Aseguinolaza, probablemente cuñado del difunto, dice que él se encargó de pagar los diezmos y primicias de lo recogido del campo, y que vendió cada fanega de trigo a treinta reales la fanega, (un precio alto, probablemente debido a la escasez del trigo proveniente de Gasteiz) obteniendo con ello 12.750 maravedíes, lo que da un resultado de 375 reales, correspondientes a unas 12 fanegas y media, una cosecha escasa, quizá debido a las malas condiciones de la recogida, condicionada por la peste.

    Se cosecharon también cuatro costales y tres cuartas de manzana, a 15 reales el costal, que montan 71 reales. El precio de tres cochinos que vendió, a diez reales cada uno, aportaron 30 reales, y cobró por un cochino "de sobreaño" 1.224 maravedíes (34 reales). Vendió también dos colmenas y dos cochinos a Sebastián de Aseguinolaza (hermano del bachiller), a nueve reales cada cochino y a diez reales cada colmena. Por cuatro cabras mayores y dos cabritos se recaudaron 159 reales (14 ducados y medio).

    Los difuntos, probablemente cuando se sintieron enfermos, vendieron una vaca a la cofradía de la villa por 70 reales. Al mencionado hermano del bachiller se le adjudicó un par de bueyes propiedad del fallecido por 300 reales estando en esto el dicho Pero de Saloguen fallesçido de la enfermedad contagiosa, y porque en su casa no abía quien gobernase los dichos bueyes. Juan de Arreguía debía al difunto 56 reales, de los que se descalfaban (descontaban) diez reales por doce varas de xerga (tela basta) que recibió Pero Martínez de Aseguinolaza (el bachiller administrador) para vestir a la moça que criaba al niño (más tarde se verá que se trata de la moza encargada de cuidar del niño, único superviviente de la peste).

    El administrador se hace cargo de dos fanegas de avena que vendió a cada diez reales, así como de la venta de 250 manojos de paja de mijo por 12 reales. Vendió también, por 93 reales y medio, una mantilla de paño negro veintidoseno guarnecido de terciopelo que fue de la dicha difunta, y de la misma se vendió por 33 reales un sayuelo de paño negro. Un triste panorama, tanto en la faceta humana como en la económica, de una familia arruinada y reducida a un único heredero, un infante cuyo patrimonio se vio reducido a la miseria.

    No es necesario insistir en lo que esta época nefasta supuso para una economía familiar fundamentada en el caserío, como era el caso de los Saloguen. Cuando la calamidad se cebó en la familia era tiempo de cosecha. Pues bien, lo que veremos que ocurrió en los campos de Oñati se puede aplicar perfectamente a situaciones como las de esta desgraciada familia de Soraluze, y así nos lo escribe el encargado de salvaguardar los intereses del niño superviviente: Yten se ace cargo de quinte anegas de mijo que dexaron los dichos difuntos en el campo al tiempo que murieron.

    El difunto Pedro de Saloguen tenía arrendada la casería de su homónimo progenitor, quien para asegurarse la subsistencia y dejar al joven el cargo del caserío, ya tenía apalabrada la renta del caserío para el próximo año de 1599. Pero no sobrevivió para ejercer de rentero, aunque sabemos el coste previsto de dicha renta, nada menos que doce cargas de cebera, distribuidos de la siguiente manera: seis fanegas de trigo, tres de mijo, dos de avena y una de haba. El abuelo pretendía asegurarse una subsistencia que no tuvo ocasión de gozar.

    A circunstancias extremas se corresponden remedios inusuales, y así sucedió en el seno de esta familia tan castigada por la peste. Los detalles de cómo se afrontaron los graves gastos que se generaron nos son detallados con ocasión de los derechos que amparaban al infante superviviente. En el capítulo de los descargos generados por la enfermedad, los cuidados para tratar de salvar del contagio al último vástago, confiado al cuidado de una moza, o los derivados de la funeración, aparecen nuevos datos y gastos. Se nos informa que en septiembre de 1598 fallecieron Pero de Saloguen y María Martínez de Aseguinolaza, y tras su muerte tuvieron que hacerse cargo de Graciana de Churruca (madre de María Martínez) y de sus tres nietos y la criada. Antes de dos semanas murieron las dos niñas y su abuela.

    Pero se salvaron la criada y el niño, aunque para ello tuvieron que sobrevivir en condiciones extraordinariamente precarias: y así bien por el sustento que les dio a la moça y al niño que quedaron vivos, en una jaula, apartados de casa porque no se les pegase el mal contagioso, hasta el día de nuestra Señora de la Candelaria, que es a dos de hebrero (febrero) del año de nobenta y nuebe, que hasta ese tiempo estubieron ençerrados, 199 reales.

    A estos gastos se añadían los 51 reales y medio de soldada que se dieron a Catalina, la criada que quedó al cargo del niño, apartada del caserío contagiado y encerrada con él en la mencionada jaula. También se pagaron a Sebastián de Jauregui, el mismo cirujano que cuidó a la familia del caserío de Izaguirre, por el trabajo de la cura de los difuntos. Por lo visto, también enfermó el niño que se había de salvar del desastre, pues figuran 8 reales de los gastos, 6 de las boticas que le suministraron, y los dos (reales) al cirujano por la cura del niño en su enfermedad.

    Por otra parte, el abuelo homónimo del niño, Pero de Salogüen, adelantó 20 ducados para los alimentos suministrados al pequeño y a la criada que le criaba, desde el día de la Candelaria del año pasado de nobenta y nuebe asta principio del mes de março de este presente año de seiscientos, que son treze meses, que valen 7.480 maravedíes, porque valió este año la libra del pan a cada 17 y 18 maravedíes. Más de un año permanecieron apartados y enjaulados, pero vivos al fin, triste pero obligada estancia en aislamiento, reflejada en los gastos que sus cuidados ocasionaron.

    Había que tener también en cuenta los gastos producidos por los funerales, lo que nos procura nuevos datos sobre la cronología de la muerte de los miembros de la familia. Cuenta el administrador que e gastado en el enterrorio de los dichos Pe¬dro de Saloguen y María Martínez su muger y de dos niñas que murieron todos ellos dentro de quinte días, y nobena y cabo de año y los anibersarios, más el pan, carne y cera acostumbradas en ofrecer a la iglesia, limosnas a las dos cofradías y las misas acostumbradas, 656 reales. A ello se suma lo gastado en los funerales de Graciana de Churruca, suegra de Pero de Saloguen, siete ducados.

    Los vecinos de las caserías de Saloguen y Izaguirre no fueron, ciertamente, las únicas víctimas locales de la horrible peste que asoló Euskal Herría durante el nefasto fin de siglo, pero sus casos sirven para ilustrarnos de lo que este mal contagioso supuso para la comunidad vasca, tanto de los que sufrieron directamente la enfermedad como los que padecieron indirectamente sus consecuencias.


    El propio cirujano, ¿víctima de la peste?

    Como se ha visto, Sebastián de Jauregui intervino como cirujano, con riesgo de su propia vida, en los casos de las caserías de Izaguirre y de Saloguen. La documentación nos permite perfilar una corta semblanza de este curador de cuya actitud resulta imposible decidir qué pesa más en la balanza: si el afán de servicio o el interés por unas ganancias que circunstancias tan calamitosas permitían a los audaces sanado-res. Actuar como cirujano en aquellos momentos implicaba un riesgo real, y tan sólo cabía achacarles, injustamente, de oportunismo, una vez que el peligro de la peste se hubiera alejado.

    Sebastián de Jauregui no sólo se exponía al contagio, sino que estaba obligado a asumir la exclusión social. Los servicios sanitarios eran requeridos con urgencia, y al riesgo del contagio se añadía el sentirse percibido por la población como un posible apestado, lo que provocaba que su compañía fuera temida y excluida del trato. También está claro que, más cercano que el común de la gente a los que padecían el mal contagioso, el cirujano era requerido como testigo, e incluso como redactor, en los testamentos de los moribundos.

    Este es el caso de Catalina de Ernizqueta, quien durante su enfermedad no pudo contar con la colaboración de un escribano para redactar su testamento, escrito el 23 de octubre de 1598. Es casi segura la presencia de Sebastián de Jauregui en dicho testamento, como lo estuvo, según el mismo documento, pues así figura explícitamente, en el del marido de Catalina, Prudencio de Iraola[5].

    Lo cierto es que, como ocurría en Oñati y en otras poblaciones contaminadas, tampoco Soraluze contaba con la colaboración de los escribanos en los últimos momentos de vida de los apestados. En el testamento de Juan Iturrao, enfermo en la cama pero en su juicio, y hombre implicado en negocios armeros, se lee: y por la gravedad de mi enfermedad, aunque sabía firmar y ha de costumbre, no firmo por no poder, y ruego a estos testigos firmen por mí[6]. Es constante la tendencia de la población sana de permanecer apartada de los apestados, a los que nadie se atrevía a darles a firmar los pliegos que habían dictado, siempre a una prudencial distancia.

    No se les puede achacar a los cirujanos que, considerando el terreno que pisaban, cobraran excesivos estipendios. El 30 de septiembre de 1599 nos encontramos con este contrato entre cirujano y un representante del concejo: Por una parte Sebastián Jáuregui cirujano, por otra Domingo de Echeverría, sobre el salario y premio que dicha villa da al dicho cirujano, de la cobranza de cien reales, señalados para él[7].

    No debió disfrutar mucho tiempo de este sueldo del concejo, a tenor del testamento que suscribió el 4 de diciembre de 1599[8]. Sebastián, estando enfermo y en cama, y recelándome de la muerte, ordena su última voluntad, seguro de que padecía la misma enfermedad contra la que había luchado a favor de los vecinos de Soraluze. Cabe suponer que, al mostrar su deseo de ser enterrado en la iglesia parroquial, informa de que en ella están enterrados su mujer y su suegro, quién sabe si también víctimas del contagio.

    No se puede decir que, para poder vivir holgadamente, careciera de medios, pues declaró disponer de 1.700 reales cargados por mi cuenta en mercaderías de clavo en la nao de Joanes de Churruca vecino de San Sebastián, en la nao nombrada Santa Bárbara maestre Bartolomé Hernández, a los que se añaden otras mercaderías de su propiedad: Iten tengo cargados en la zabra de Domenja de Aristegui, vezina de San Sebastián, 30 quintales de arcos de fierro. También había dado cuatro mil reales a Juan de Irezu, que está en las Indias, a media pérdida y ganancia, para que negociase con dichos dineros durante seis años. Por otra parte, Martín de Aguirre le debía 820 reales.

    Cabe pensar que el testador albergaba la esperanza de criar la nueva familia que había formado tras quedarse viudo, pues declara que Estoy casado con Ana de Loyola mi mujer, que al presente está preñada y en días de parto, y mando que toda mi hacienda la herede el hijo o hija, y en falta de tal nombro por heredera a Ana de Loyola, mi mujer. No falta una referencia a ciertos dineros que tenía que cobrar por servicios prestados: Que se cobren de curas y servicios que hice a Pedro de Arteaga y su mujer e hijos en tiempo de su enfermedad.


    Referencias

    1. Colección Aterpea (Ttarttalo 2011).
    2. AHPO, I-3699, f. 72, año 1580.
    3. AChV PI.Civ., Quevedo (F.) 4471-6, años 1598-1600.
    4. AHPO, I-3770 f. 20.
    5. AHPO, I-3759 f. 244.
    6. AHPO, I-3759 f. 150, a 19 marzo 1599
    7. AHPO, I-3759 f. 344.
    8. AHPO, I-3759 f. 442.